En un valle donde el invierno parecía no terminar nunca, había una casa que nadie recordaba haber visto construirse.
Tenía paredes blancas como la cera, ventanas cubiertas con cortinas rojas y un olor a jazmín que se derramaba en el aire incluso cuando las flores dormían.
Allí vivía una mujer de ojos profundos, de manos pálidas y voz tan tenue que parecía hablada por otro tiempo.
Decían que tejía con fuego, que hilaba sus pensamientos en la llama de las velas y que en su mesa ardían las noches más que el día.
Algunos afirmaban que fue hermosa, otros que lo seguía siendo a su manera —como las ruinas donde aún queda el eco del canto.
Nadie la veía en el mercado ni en la plaza, pero en los caminos se encontraban pétalos resecos, listones carmesí y el aroma de la rosa que muere por amor.
Los viejos decían que cada vez que el sol se apagaba, ella encendía sus velas rojas —doce en círculo, una por cada mes que el corazón sangró sin respuesta—
y al centro, una sola vela blanca, alta, pura, como un voto que no se apaga.
En torno al fuego, colocaba un mechón de su propio cabello, guardado en una cinta, y un paño con una marca invisible: vestigio de un contacto que alguna vez fue piel.
También un pequeño espejo sin marco, empañado por su aliento, donde se reflejaba un rostro que ya no existía.
No invocaba dioses ni espíritus: solo pronunciaba un nombre.
Lo hacía tan despacio que las paredes temblaban, como si el aire mismo quisiera recordar lo que el tiempo había borrado.
A veces el viento abría las puertas, y sin embargo las llamas seguían erguidas.
Otras, las velas lloraban lágrimas de cera oscura, y su sombra parecía multiplicarse, danzando alrededor del espejo como si algo la respondiera desde el otro lado.
Nadie sabe si lloraba o reía; tal vez ambas cosas, porque el amor que no llega termina por parecerse al delirio.
Se decía que la mujer había amado a un viajero, un hombre de palabra ardiente y mirada fugaz.
Que prometió volver, y nunca lo hizo.
Que ella esperó los años, los inviernos y los ecos.
Que un día, al comprender que la espera era su única forma de vida, trenzó su dolor en un lazo de rosas y fuego.
“El amor no se pide —dijo—, se llama.
Si no responde, que al menos escuche su nombre arder.”
Esa noche el cielo se volvió rojo.
Los aldeanos vieron una luz salir de su casa, subir como humo dorado y perderse entre las nubes.
Al amanecer, hallaron las velas encendidas y un lazo carmesí cruzando la mesa, atado a un espejo.
En el cristal se leía, como grabado por fuego:
“Donde el amor fue promesa, allí el fuego aguarda.”
Nadie volvió a verla, pero cada año, al llegar la luna de marzo, la casa despierta.
Las ventanas brillan con luz rojiza, el aire huele a canela y rosa, y quien pasa demasiado cerca escucha una voz que murmura su nombre.
Dicen que si se detiene, si cierra los ojos y responde en silencio,
la llama blanca vuelve a alzarse en el espejo, y un lazo invisible comienza a tejerse alrededor de su corazón.
Algunos lo llaman hechizo, otros destino,
pero los viejos, que recuerdan lo que otros temen nombrar,
todavía repiten que fue amor —
amor tan puro, que solo el fuego pudo conservarlo intacto.
Materiales del lazo
En el antiguo grimorio de la Bruja de la Fortuna se describe que el lazo no se forma con manos, sino con símbolos.
Que cada elemento lleva su memoria, y juntos despiertan el eco del deseo verdadero.
— Velas rojas: doce, una por cada promesa no cumplida.
— Vela blanca: guardiana del nombre y del regreso.
— Cabello humano: hebra del vínculo.
— Fluido personal: sello de verdad.
— Hierbas y resinas: rosa, canela, jazmín, damiana y benjuí.
— Listón rojo: hilo del pacto y la carne.
— Espejo sin marco: portal del reflejo.
— Pétalos secos: perfume de lo que aún arde.